VenePirámides
El gobierno está enredado en los nudos que la misma revolución creó durante estos últimos años. Eso es obvio. Pero todo empezó a acentuarse desde octubre pasado, cuando el doctor Giordani —liberado de la presión de la campaña que Hugo Chávez acababa de ganar— decidió profundizar la Revolución, algo que se traduce específicamente en avanzar hacia un modelo económico en el cual la tasa de cambio fuera irrelevante: al ser el Estado quien genera los dólares, Giordani apostó a que también podía realizar de manera directa las importaciones de todo lo que, según ellos, el país necesitara.
Su lógica era simple: si el gobierno es el que genera el dinero, pues que sea el gobierno el que compre, importe, produzca y decida qué es lo más importante para el país y su gente. La intención era convertir al gobierno en un Dios todopoderoso, capaz de determinar las necesidades integrales de la Nación y satisfacerla con sus recursos, instruyendo además con su acción al pueblo, quienes deben aprender a comer, vestir o leer lo que el gobierno piense conveniente.
El final deseado de esa historia se parece a los libros de socialismo extremo, completamente desfasados, que Giordani ayudó a traducir del italiano para hacer honor a sus pensamientos mozos. Y no hay que ser demasiado perspicaz para entender que eso era una locura primitiva, ineficiente e insostenible. Pero, más allá de que teóricamente está claro que este modelo fracasaría, la evidencia ha sido mucho más contundente que un libro de economía moderna.
El cierre de flujos de divisas —justificado desde el gobierno como un mecanismo para reducir las importaciones superfluas y combatir la corrupción (ambas distorsiones creadas por su propio mecanismo de control cambiario y sobrevaluación inducida del tipo de cambio)— dejó también sin divisas a las empresas productivas, llámense productores locales o importadores de bienes indispensables para el abastecimiento nacional. Las vías alternativas para obtener divisas se secaron de oferta y aumentaron sus primas de riesgo por ilegalidad, con lo que el mercado negro se disparó a niveles impensables, que en este momento se ubican cercanos a nueve veces el cambio oficial. El abastecimiento de mercancías ha colapsado y la inflación se desbordó, anualizando más de 45%. Y esto, amigo lector, es todavía la punta del Iceberg.
Maduro se estrenó como presidente en el momento en que se cosechaba el huracán. Pero no el fenómeno político que representaba Chávez, sino el desastre económico que desde hace rato amenazaba con destruir todo a su paso. Sus primeras reacciones generaron cierto optimismo: sacar a Giordani del manejo directo de la Economía fue un movimiento tranquilizador, sobre todo al colocar a Merentes y con ello dar la idea de que pretendía dar un viraje en el tema. Si bien no iba a ser necesariamente moderno, al menos parecía más permeable y negociador.
Pero el optimismo duró poco. El mercado está acostumbrado a recibir de Merentes promesas de apertura y flexibilización en un discurso que sorprende por lo adecuado. Pero también se acostumbró a que esas promesas no se concreten nunca. Quizás porque el actor, a pesar de sus buenas intenciones, tiene menos poder del que se le atribuye.
La realidad es que las promesas de cambio se fueron diluyendo junto a las esperanzas del sector empresarial y económico. Y la economía de Venezuela continúa marchando sin pausa en dirección al precipicio.
Surge entonces, una vez más, un planteamiento de apertura. Maduro y Merentes anuncian un nuevo mecanismo cambiario para conjurar la crisis. El ministro lo describe como un mecanismo abierto y flexible, donde los agentes económicos harán lo que es normal en cualquier país decente: comprar dólares cuando quieran, cuantos quieran y como quieran al precio real de mercado. Fue extraño ver cómo el país se sintió emocionado porque le dijeran algo equivalente a que el gobierno finalmente les permitirá bañarse o hacer el amor cuando lo decidan y no cuando lo decida la revolución. Pero, luego de muchos días del anuncio, parece que en términos de dólares la gente se siente todavía sucia y ávida.
Las discusiones internas han sido a muerte. El debate entre radicales y pragmáticos no permite avanzar en la creación de un tercer mercado verdaderamente abierto, como había propuesto Merentes quien, por cierto, lo había pensado muy bien.
El ministro está claro con respecto a que cualquier restricción que se establezca en términos de cantidades (o de quién puede participar en ese mercado; o de cuáles sectores tendrán acceso y cuáles no) simplemente generará un grupo de excluidos que irán de cabeza a un mercado negro que explotará en un tipo de cambio y que definirá los costos de reposición de todo el país, empeorando el entuerto.
Pero el lado ideológicamente radical no cede terrenos. Piensan que abrir el mercado es reconocer una devaluación brutal del tipo de cambio en plenas elecciones. Dicen que no tiene sentido abrir ese mercado y darle libertad a un sector privado que aprovechará ese momento para sacar hasta el último bolívar que tenga preso en Venezuela. Que eso le restará poder al gobierno y lo alejará de la revolución.
Y uno, entonces, se pregunta: si Maduro está convencido, ¿por qué no termina de tomar el riesgo y le pasa por encima a los radicales?
No tengo la respuesta exacta, pero puedo intuir que hay al menos tres posibilidades. La primera, que quizás Maduro no tiene capacidad de negociación con los radicales internos y, a la vez, no puede perder su soporte político justo cuando su popularidad está rozando apenas la mitad del país (y eso no resiste divisiones, frente a una oposición que se ha mostrado potente en términos de votos totales). La segunda, es que Maduro no está seguro de que tenga sentido tomar la decisión: al darse cuenta de que pasó tanto tiempo antes de atender el problema, ve que los costos económicos y políticos son brutales y no hay forma de salir de la crisis, así que se congela ante una bola de nieve que no saben cuándo arrasará todo, pero en efecto arrasará con todo. Y, la tercera, es que estén teniendo lugar todas las anteriores.
La respuesta del organismo creado por el presidente para atender la crisis económica parece indicar que no han podido avanzar sobre lo realmente relevante. Oírlos decir que las grandes decisiones de Estado para atender una megacrisis es eximirlos temporalmente de permisos, solvencias y otras pajas burocráticas (o importar arbolitos de navidad) es algo que puede dividir los sentimientos entre arrechera y risa, esta última en el caso de que alguno sea tan insensible como para no entender que esa comiquita afectará dramáticamente tu vida.
Dedicar una cadena nacional de radio y televisión al regreso de Nicolás Maduro de su viaje a China para mostrar una planta de carros Cherry en donde se promete crear el prototipo del primer motor totalmente venezolano para competir con Alemania, Brasil y China (por cierto: una ocurrencia presidencial in situ), o anunciar que el presidente no fue a la ONU porque tenía dos provocaciones peligrosas en su contra (una decisión difícil de entender, porque la verdad hasta ahora se había ido a Nueva York precisamente por las provocaciones), o insinuar que podría haber una conspiración en Francia contra Maduro para matarlo, porque el Airbus presidencial pasó cinco meses en ese país arreglándose y después presentó una falla en el ala, son cosas que nos indican claramente que el gobierno está comprando tiempo y desviando la atención del país del centro de todas sus preocupaciones: el problema económico.
Y mientras se toman las decisiones paralelas para bajar la tensión, el cáncer económico avanza sin contemplación, la inflación adquiere niveles dramáticos, la producción se compromete, el dólar negro enloquece y la confianza de los inversionistas se pulveriza.
La posibilidad de que el gobierno haga algo en materia cambiaria y monetaria es enorme pero, lamentablemente, la crisis es tan perversa a estas alturas y las distorsiones son tan grandes que, sumadas a las intestinas pugnas internas, lo más probable es que los anuncios que veamos en breve no sean sino más pañitos calientes puestos sobre una herida mortal.
Los trapos rojos políticos fueron elementos muy utilizados por Chávez, pero sin duda con mucho más tino y creatividad. Además, con el uso excesivo toda estrategia se desgasta. En Miraflores se han ocupado de hablar de golpes políticos, sin darse cuenta de que han venido generando las condiciones propias de un autogolpe económico. La salida de esta crisis no está cerca. Y lo malo es que, mientras más demore el gobierno de Maduro en reaccionar, más alto será el costo que tendremos que pagar, según reportó ProDaVinci.
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